Un ojo de la cara.

Había tomado el taxi más viejo y lento de la ciudad. Iba a vuelta de rueda. Me impacienté y me bajé en San Antonio Abad. Tomé el metro, pero apenas se cerraron las puertas del vagón y fui presa de un ataque de pánico. Hacía tanto que no me daba uno. No era para menos; tenía mi primera cita con el oftalmólogo. Tengo el ojo colorado desde hace diez días. Bajé en la estación Viaducto y, de plano, tomé otro taxi. Mi cita era a las 4:00 y eran las 3:45. Afortunadamente al joven taxista le valía poco la vida y llegué a Médica Sur a las 4:10. Busqué la Torre III, tomé el ascensor y llegué al séptimo piso. La recepcionista me extendió un formulario para mi historial clínico; lo llené y se lo devolví. No habían pasado diez minutos de espera cuando la misma señorita se acercó a mí. Me pidió que la siguiera  y entramos a un pasillo con puertas a los lados. Abrió una de ellas, y dijo sonriendo: “Pase; lo espera el doctor.” La mujer se fue. Vi a un hombre moreno con bata blanca y pelos en la cara. Un oso guapo. Me tendió la mano: “Soy el doctor Branco. Haga el favor de tomar asiento.” Me condujo hacia su escritorio ante el cual se sentó. Mientras yo jalaba la silla para acomodarme, pregunté: “Oftalmólogo, ¿verdad?” Él contestó, con el entrecejo fruncido. “¿Oftalmólogo? No, señor. Soy cardiólogo.” “¿Quéééé?”, le pregunté mientras me enderezaba. “Sí, soy cardiólogo?” Por poco y me infarto. Le dije: “No puede ser. Ay, no. Hice la cita desde la semana pasada; me dijo la señorita que usted andaba en un Congreso en Sudamérica, razón por la cual hasta ahora vengo. Atravesé media ciudad y para que me salga con que usted no es oftalmólogo sino cardiólogo. ¡Mire mi ojo cómo lo traigo: es un cuajarón de sangre!” El dijo, muy tranquilo: “Claro, usted necesita que se lo revisen. ¿Quién lo recomendó conmigo?” “Un amigo de nombre Johan”, le contesté. No le referí que a Johan jamás lo he visto; es mi amigo del Facebook y me mandó con el doctor Branco después que postée mi urgencia de que alguien me recomendara a un oftalmólogo. Johan escribió que el Dr. Branco era el oftalmólogo más connotado del país. Pinche Facebook. Eso me pasa por crédulo. En cuanto encienda mi compu, eliminaré a Johan. “¿Y ahora qué hago, doctor?” El doctor Branco, todo amabilidad, dijo: “Vea a un oftalmólogo, es lo que tiene que hacer. Vaya a la Torre I, suba al quinto piso y pregunte por el doctor Jim Miraflores. Me dirigí a la salida del consultorio mientras le pedía disculpas. El oso de bata blanca me dio unas palmaditas en el hombro. “Mucha de la culpa es de la recepcionista, que no le dijo que yo soy cardiólogo. Hasta la vista”, dijo. Hasta la vista, doc.

Bejé por el ascensor, caminé hacia la Torre I y subí al quinto piso. Le dije a una de las cuatro recepcionistas: “Mi ojo está malo, y necesito cualquier oftalmólogo a la de ya.” Ella dijo que tenía las agendas apretadas de todos los doctores, pero me haría un campito con el doctor Jim Miraflores entre paciente y paciente. Esperé unos diez minutos, y la señorita me hizo pasar a un cubículo donde me recibió otro oso de bata blanca. Éste no era el doctor Miraflores sino algo así como su asistente. Me pidió que me sentara en un sillón y me hizo un examen exhaustivo de la vista. Ya saben, leer una lámina con letras grandotas y chiquitas;  pasó una luz intensa por mis ojos; me tomó la presión ocular y, al final, me vertió gotas en sendos ojos. Dijo que me fuera a la sala de espera; allí la recepcionista me aplicó más gotas para dilatarme las pupilas. “Cierre los ojos. En un momento pasará con el doctor.” Los cerré. “¿Y si me quedara ciego?”, pensé. Decía Borges que la ceguera no es de color negro sino azulado. Me imaginé con un lazarillo guiándome por la ciudad. A este mismo lazarillo lo imaginé que me leía los post del Facebook. Él mismo me describía las fotos que subían mis amistades. “Señor, ya puede pasar”, oí la voz de la recepcionista. Abrí los ojos y me dirigí a otro consultorio. “En un momento viene el doctor”, dijo la señorita y se retiró. Me senté en un sillón y apareció en seguida el doctor. Él no se me figuró un oso sino una ardilla flaca y albina; todo nerviosito. Después de echarme otra vez la luz blanca y lastimosa, dijo: “Sus ojos están en perfecto estado; no desprendimiento de retina, no infecciónn ni glaucoma.” El doctor no tomó asiento; se desplazaba de un lado a otro mientras continuaba su diagnóstico: “Lo que su ojo tiene es un simple derrame de la vena conjuntival, provocado por una tos fuerte o por pujidos de estreñimiento. ¿Tuvo usted tos o puja mucho al defecar?” “Que yo recuerde, ni lo uno ni lo otro, doctor.” Él insistió; ahora hacía el gesto de alguien que realiza un esfuerzo grande: apretó sus puños, cerró los ojos, y dobló las piernas a punto de ponerse en cuclillas. Dijo: “Así, usted hizo algo así, seguramente”. “Yo lo que quiero es que me diga cómo recuperar el blanco de mis ojos.” Él dijo: “El blanco volverá con el paso del tiempo. Sí; así es esto. Con el paso de los días la sangre desaparecerá. Le hago entrega de este gotero y se aplicará una gota cada seis horas. “Okey, doctor. Entonces, ¿ya me puedo retirar?” “Sí.” “¿Le pago a usted o a la recepcionista, doctor?” “A la recepcionista.”
Le pagué a la señorita un mil cien pesos. “Un ojo de la cara”, pensé. Y todo por una tos o un pujido que nunca hice.

(No abras el siguiente video si no te gusta el gore. ¡Cardíacos absténganse!)


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